LAS LAMENTACIONES DE UN NEGRO POBRE
A mi madre apenas la conocí, recuerdo su figura como algo muy vago, pues nunca dispuso de unos centavos para hacerse una foto.
Mi madre no era una mala mujer, fue muy pobre, inocente e ignorante.
Vino mi padre, que era un negro engreído y malo, le hizo un cuento, la sedujo. Cuando supo que yo iba a nacer, fruto de lo que ella creía un gran amor, le dio una paliza, a ver si abortaba y después la abandonó
Mi madre no fue mala, tanto lavó y planchó para alimentarme, que se tuberculizó.
En un camastro del Hospital Ambrosio Grillo, le dio una hemotisis y solita se murió.
No había con qué enterrarla y se acudió al alcalde, dicen que Luís Casero Guillén, era muy bueno, pero ese día no apareció.
Yo le tenía tanta fe… que me sabía de memoria aquella consigna:- “Por un Santiago mejor, Casero Alcalde”.
Pero… nadie lo pudo encontrar ese día, para que le pagara el entierro a mi mamá y en su lugar me acordé de otro lema político de los comunistas:- “Cero Casero, Taquechel alcalde”.
¿Qué hacer con esta muerta? Se lamentaban los vecinos, cuando salió Cheo con la solución salvadora. Me tomó como bandera, yo llorando todo el tiempo y con la nariz llena de mocos, caminamos medio Santiago, con voz quejumbrosa y conmigo siempre de mano pidió de casa en casa.
Dice la gente del barrio que se dio tremenda “Puñalada” pues el ataúd no costó ni la mitad de lo que había recogido.
Mi madre no era mala y no tuvo una flor como yo hubiese deseado. Los muchachos del barrio arrancaron del jardín de la gallega Concha un ramo de moco de guanajo, la más fea de todas las flores, pero no había otra cosa, con respeto la depositaron sobre la rústica caja.
El isleño Nino, de la panadería “La Sirena”, repartió un saco de galletas de cristina partidas y Teresa, otra vecina puso el café.
El llanto nubló de tal manera mis ojos, que no vi. Ni cuando se la llevaron.
Me quedé solo en mitad de la pobre habitación, de la cuartería, no sé cuantas horas estuve llorando sin consuelo, hasta que el hambre, me hizo salir a la calle.
Algún vecino compadecido con mi desgracia me tiraba un pedazo de pan, pues tenían miedo al contagio, yo era el hijo de la tuberculosa. Otros me ponían las sobras de la comida sobre un papel de cartucho en la puerta de sus casas, yo como un perro ávido las recogía.
Yo siempre me paraba frente al mostrador de la panadería “La Sirena”, los muchachos compadecidos, me daban pan viejo y pedazos de galletas partidas, de vez en cuando hasta las untaban con mantequilla ¡Qué delicia la mantequilla holandesa que comía una de las hijas!, me miraba con mucha compasión y parece que habló con Nino, me llamó un día y me dijo muy serio: - Te pagaré 5 reales al día y tendrás comida, si te levantas a las 4.00 de la mañana y me repartes pan por el barrio, pero eso sí: Aquí puedes comer hasta hartarte, pero si me robas una barra de pan, te doy una patada por el ...
Vi los cielos abiertos, al fin tenía un trabajo.
La gallega Mercedes no era mala, me daba todos los días desayuno, almuerzo y comida y hasta me hizo unos pantalones de tela de saco de harina.
El día de reyes me pusieron un bate y una pelota y zapatos nuevos ¡Como me molestaban! Siempre andaba descalzo y mis pies no estaban acostumbrados. También me dejaba jugar con sus cinco galleguitos.
A la hora de la comida me metía debajo de la mesa, el largo mantel me protegía, los muchachos eran desganados y sin que la madre se diera cuenta me deslizaban blandos. Trozos de carne, pollo o pescado asado. De vez en cuando un sabroso vaso de leche con Kresto. Con ojos suplicantes me decían:- ¡Ayúdame Salvador, que mamá no se entere!
La madre se quejaba:- ¡Mira este muchacho, de la noche a la mañana se ha puesto lucio y los míos que tanto los alimento, cada día están mas flacos y ojerosos!
Cuando cobré mi primer sueldo, le pedí permiso al que ya consideraba como mi padre, compré un lindo ramo de flores y me fui al cementerio Santa Ifigenia. Entré por la puerta principal, quedé deslumbrado ante la bóvedas, de mármol y granito, flores que perfumaban el ambiente, los ángeles protectores con sus alas abiertas cuidaban las suntuosas tumbas. Me sentía sobrecogido. ¡Cuántos muertos!
Inútilmente busqué en los epitafios el nombre de mi madre. La tarde caía y le pregunté a un sepulturero: -¿Dónde entierran a los pobres? Con el índice me señaló al fondo del campo santo.
Entre hierbajos leí una y otra inscripción hecha en rústicas y toscas cruces de madera, algunas inclinadas y cubiertas de bejucos.
Más allá un caballo comía la hierba tranquilamente, por la cerca destruida cruzaba un cerdo y otro osaba la tierra buscando no se sabe qué…
Pensé:- Dicen que todos somos iguales y eso no es verdad, hasta en la muerte existe el privilegio y la discriminación. Unos duermen el sueño eterno entre el lujo y la vanidad, el pobre desgraciado se va a podrir entre fango y matojos.
De nuevo llamé al sepulturero, le expliqué el tiempo que hacía que mi madre estaba allí,
él me dijo sin preámbulos:- Mira muchacho, ya tu madre no está aquí, el muerto que no tiene familia, al poco tiempo lo sacan y les queman los huesos, pues esa tierra hace falta pa’ otros. ¿Comprendes?
Sentí un dolor muy profundo destrozándome el corazón, di una vuelta y me fui corriendo a llorar mi desventura en mi solitario cuartucho del Callejón de los perros.
Avenida de Bélgica 292, (Hoy Patricio Lubumba)
Santiago de Cuba
Diciembre de l945
19 mayo 2009
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