Relato
Creo que lo que sucedió en esa etapa de mi vida, me marcó para siempre, me hizo comprender que no hay enemigo, por poderoso que sea, que no se pueda vencer, si somos capaces de enfrentarlo con valor y sin ningún temor, con la fe como estandarte, sin bajar la cabeza y seguros del triunfo. Sostengo la teoría que, cuando se va tratar de ganar cualquier objetivo, el que sea, si nos acobardamos o pensamos que el otro el más poderoso, más inteligente, ya podemos dar por perdida nuestra batalla.
Ocurrió en el curso 1945-1946, mi padre escuchando consejos de amigos y familiares, dada su posesión económica, quiso que sus tres hijos mayores estudiaran en colegios exclusivos de la clase más alta de la sociedad de aquellos tiempos. Ya era alumna aventajada de piano e idiomas, escribía a máquina con gran facilidad. ¿Por qué permanecer en una humilde escuela de barrio?
Por ese motivo al iniciarse el curso en septiembre de 1945, por recomendaciones nos matriculó a mis dos hermanos Serafín y Saturnino en el Colegio de La Salle, ubicado en la calle Corona, esquina a Heredia y a mí en una escuela de corte religioso, solo para hembras, nombrada “La Esperanza” situada en la carretera de Cuabitas. No sería la más aristocrática, pero me quedaba cerca de la casa
Con mi uniforme blanco con las iniciales de la escuela en marrón, mi carpeta con mis libros y cuadernos debidamente forrados, zapatos negros de corte bajo y medias blancas, muy bien peinada, con un lazo azul sujetando mis cabellos en la parte más alta de mi cabeza, con mi pequeña figura a pesar de tener 13 años, me presenté el primer día de clases. Las maestras, señoras muy finas y educadas me dieron la bienvenida, me presentaron a las demás alumnas y mostraron la que sería mi aula y pupitre.
Me di cuenta que las demás compañeras de aula me miraban como si fuese algo raro, no me conocían y casi todas ellas procedían de los cursos anteriores, niñas orgullosas y poco comunicativas. Traté de agradarle con una dulce sonrisa, como respuesta recibí una fea mueca.
A la hora del recreo, todas salíamos al patio grande del fondo, unas a merendar, otras a conversar. Nadie se me acercó. Vi en un extremo a una niña rezagada y con mirada tímida, me acerqué y la saludé. Ella reuía mi mirada, como con mucho temor. Era mestiza y aunque venía tan bien vestida como las demás, era despreciada con gestos y palabras soeces. Allí todas eran de la raza blanca.
Le dije:- ¿Tú no eres la hija de la enfermera y el médico del Reparto Sorribes? Asintió con la cabeza.
Escuchamos risas burlonas y comentarios a nuestro alrededor. Al dirigirse a mí decían;- ¡Negrera! ¡Piojo resucitado! Miraban a Ligia, que así se llamaba la niña y escupían con gesto de asco.
Aquella situación me disgustó mucho y hubiese deseado no volver más, pero mis padres me aconsejaban, que era una buena escuela, que había comenzado el curso… tienes que adaptarte… esa no es como la escuela pública…evita buscarte problemas… no mires a esas que te desprecian, piensa que no son mejores que tu y crécete.
Sigue los consejos, sin apartarme de Ligia. Las demás continuaron aisladas y en un cuchicheo constante. Las ignoraba, pero lo que más les molestaba era que las maestras desde el primer momento mostraron admiración, yo respondía a todo, era más aventajada que las otras, mis notas todas eran excelentes, no participaba en los pequeños desórdenes que se originaban en el patio, tirándose bolas y papelitos y alterando la voz, más de lo permitido, en la clases de religión, también las superaba, como las de idiomas y música.
Con ira murmuraban;-¡Claro! Su padre le paga repasadores, está en el Conservatorio de música de Dulce María Serret ¡Como no va a saber más que nosotras!
Así pasó el curso y se acercaban las vacaciones del mes de junio, en la escuela se celebraría una gran fiesta y también se convocaba a un concurso, de varios géneros, cuentos, poesías y adivinanzas. Se ofrecieron las bases de cada índole y se sugirió que se podía trabajar en equipos, hasta de cuatro o individualmente. Quise que Ligia lo hiciera conmigo, esta tan tímida como siempre, rehusó, me decía que no tenía cabeza para eso.
Las demás muy entusiasmadas formaron varios grupos y al verme sola, se reían a carcajadas: - ¡La pobrecita! ¿Cree que nos puede ganar?
Mientras ellas continuaban con sus hirientes burlas, yo escribía.
A la hora de entregar los trabajos, fui la única que participó en los tres géneros, muchos de mis amiguitos del barrio, me ayudaron consiguiéndome todas las adivinanzas que se sabían. Las presenté debidamente mecanografiados y encuadernados. En la portada dibujos relacionados con el tema, hechos por mi buena amiga Rogelita.
En total:- llevé más de cien adivinanzas, una poesía dedicada a nuestro Héroe Nacional José Martí y un cuento relacionado con la discriminación racial, una directa alusión a lo que sucedía con mi condiscípula Ligia.
Se acercaba el día de la fiesta, la presentación de los trabajos debían ser leídos por sus autores. Sería en el Teatro Oriente, de la calle Enramadas y Padre Pico, unos de los mejores y más grandes de la ciudad.
A mí se me había presentado un problema, en esos días afectaba a la ciudad un brote de gripe muy fuerte, que el pueblo había bautizado como “El Trancazo. Estuve varios días muy mal, con fiebre alta y sobre todo con el pecho muy apretado, tosía mucho que parecía un tambor el ruido que emitía.
De todos modos me aferraba a la idea, que aunque fuese con fiebre no iba a dejar de participar y así declararme derrotada, para más burla de mis presuntuosas compañeras de estudios.
Mi madre mandó a confeccionar un lindo vestido de seda rosado bordado, muy de acuerdo a mi casi infantil figura, zapatos blancos, me peinó con cuidado mis rubios cabellos, que me daban por los hombros con un gran lazo rosa aprisionando la mitad, desde la parte más alta de la cabeza, pero… el pecho me silbaba como un violín , al compás de mi entrecortada respiración, tosía sin poder evitarlo y…¡De qué manera!
Mí querida prima Mariíta, que vivía con nosotros, se lamentaba:- ¡Esa niña no puede ir a esa actividad con ese catarro! ¿No se dan cuenta? Pero yo insistía. Con todo fervor elevé una oración a Dios. ¡Dios mío, que yo no tosa en el teatro, te lo pido por favor, que no haga el ridículo Señor!
Al entrar al teatro, pude comprobar que se encontraba lleno, con los familiares de las demás niñas, los profesores e invitados.
El escenario con hermosas cortinas de damasco color vino, sujetadas a cada lado, adornado con bellas flores y muchas luces, a un extremo, sentados en una mesa cubierta con un fino mantel de encaje blanco, se encontraban los que componían el jurado.
Me senté sudando frío con mis trabajos apretados contra mi pecho, que seguía porfiadamente silbando a más y mejor y yo clamando:- ¡Dios mío, que no tosa! Las flemas me querían ahogar y pugnaban por salir. ¿Cómo hacerlo a teatro lleno? ¡Qué angustia! Pero no desistí, me decía:- resistiré.
Una a una de las concursantes fueron llamadas por los altavoces y presentado sus trabajos, como dije antes, seleccionaron una del grupo en representación de las otras, se escuchaban algunos aplausos y arengas de los familiares y amigos cada vez que subía una niña.
Cuando escuché.-¡¡¡Haydée Rodríguez!!! Dicen que yo me puse roja como la grana, subí los pequeños escalones y me ajustaron el micrófono, era la más chica del grupo. Por dentro de mí iba orando sin cesar:- ¡Que no tosa, Dios mío!
Sin vacilar un instante, comencé a leer primero el poema, escuché una cerrada ovación al terminar, lo había dicho con gran emoción. Acto seguido leí el cuento muy despacio y con buena entonación. Otros aplausos.
Al terminar las demás participantes, nos quedamos paradas en el escenario, hasta que el jurado diera su veredicto. Ni me atrevía a respirar, trataba por todos los medios de no toser. Y seguía orando, mientras miraba para el numeroso público que llenaba la sala y pensaba:- ¡Ay Dios mío, me caigo muerta si toso y esta gente se ríe de mí! ¿Por dónde salgo?
No puedo precisar qué tiempo duró aquella crucial prueba en mi joven vida. Solo sé que escuché como la directora de la escuela jubilosamente anunciaba:-
-El jurado por unanimidad ha declarado como única ganadora en los géneros de poesía, adivinanzas y cuentos a…. ¡¡¡HAYDEE RODRIGUEZ!!!
Yo no sé que pasó, me sentí rodeada de todos los profesores, que me abrazaban y besaban con las más efusivas felicitaciones, los flashes de las cámaras fotográficas, me aturdían, me llenaban los brazos de regalos y ramos de flores, y para mi asombro, todas mis detractoras también subían al escenario a felicitarme entre besos y abrazos.
En su butaca, mi prima Mariíta lloraba. ¡Era tan sentimental!
¡¡¡Gracias a Dios!!! No tosí, hasta creo que con la emoción se me quitó la gripe, Pero eso sí, en el próximo curso no volví a esa escuela, preferí las públicas, donde todos éramos iguales. Lo mismo hicieron mis hermanos.
Esta historia fue para mí una gran lección y el punto de partida de lo que sería mi futura personalidad, totalmente despojada de orgullo y vanidad.
Madrid,
10 de diciembre de 2009
Creo que lo que sucedió en esa etapa de mi vida, me marcó para siempre, me hizo comprender que no hay enemigo, por poderoso que sea, que no se pueda vencer, si somos capaces de enfrentarlo con valor y sin ningún temor, con la fe como estandarte, sin bajar la cabeza y seguros del triunfo. Sostengo la teoría que, cuando se va tratar de ganar cualquier objetivo, el que sea, si nos acobardamos o pensamos que el otro el más poderoso, más inteligente, ya podemos dar por perdida nuestra batalla.
Ocurrió en el curso 1945-1946, mi padre escuchando consejos de amigos y familiares, dada su posesión económica, quiso que sus tres hijos mayores estudiaran en colegios exclusivos de la clase más alta de la sociedad de aquellos tiempos. Ya era alumna aventajada de piano e idiomas, escribía a máquina con gran facilidad. ¿Por qué permanecer en una humilde escuela de barrio?
Por ese motivo al iniciarse el curso en septiembre de 1945, por recomendaciones nos matriculó a mis dos hermanos Serafín y Saturnino en el Colegio de La Salle, ubicado en la calle Corona, esquina a Heredia y a mí en una escuela de corte religioso, solo para hembras, nombrada “La Esperanza” situada en la carretera de Cuabitas. No sería la más aristocrática, pero me quedaba cerca de la casa
Con mi uniforme blanco con las iniciales de la escuela en marrón, mi carpeta con mis libros y cuadernos debidamente forrados, zapatos negros de corte bajo y medias blancas, muy bien peinada, con un lazo azul sujetando mis cabellos en la parte más alta de mi cabeza, con mi pequeña figura a pesar de tener 13 años, me presenté el primer día de clases. Las maestras, señoras muy finas y educadas me dieron la bienvenida, me presentaron a las demás alumnas y mostraron la que sería mi aula y pupitre.
Me di cuenta que las demás compañeras de aula me miraban como si fuese algo raro, no me conocían y casi todas ellas procedían de los cursos anteriores, niñas orgullosas y poco comunicativas. Traté de agradarle con una dulce sonrisa, como respuesta recibí una fea mueca.
A la hora del recreo, todas salíamos al patio grande del fondo, unas a merendar, otras a conversar. Nadie se me acercó. Vi en un extremo a una niña rezagada y con mirada tímida, me acerqué y la saludé. Ella reuía mi mirada, como con mucho temor. Era mestiza y aunque venía tan bien vestida como las demás, era despreciada con gestos y palabras soeces. Allí todas eran de la raza blanca.
Le dije:- ¿Tú no eres la hija de la enfermera y el médico del Reparto Sorribes? Asintió con la cabeza.
Escuchamos risas burlonas y comentarios a nuestro alrededor. Al dirigirse a mí decían;- ¡Negrera! ¡Piojo resucitado! Miraban a Ligia, que así se llamaba la niña y escupían con gesto de asco.
Aquella situación me disgustó mucho y hubiese deseado no volver más, pero mis padres me aconsejaban, que era una buena escuela, que había comenzado el curso… tienes que adaptarte… esa no es como la escuela pública…evita buscarte problemas… no mires a esas que te desprecian, piensa que no son mejores que tu y crécete.
Sigue los consejos, sin apartarme de Ligia. Las demás continuaron aisladas y en un cuchicheo constante. Las ignoraba, pero lo que más les molestaba era que las maestras desde el primer momento mostraron admiración, yo respondía a todo, era más aventajada que las otras, mis notas todas eran excelentes, no participaba en los pequeños desórdenes que se originaban en el patio, tirándose bolas y papelitos y alterando la voz, más de lo permitido, en la clases de religión, también las superaba, como las de idiomas y música.
Con ira murmuraban;-¡Claro! Su padre le paga repasadores, está en el Conservatorio de música de Dulce María Serret ¡Como no va a saber más que nosotras!
Así pasó el curso y se acercaban las vacaciones del mes de junio, en la escuela se celebraría una gran fiesta y también se convocaba a un concurso, de varios géneros, cuentos, poesías y adivinanzas. Se ofrecieron las bases de cada índole y se sugirió que se podía trabajar en equipos, hasta de cuatro o individualmente. Quise que Ligia lo hiciera conmigo, esta tan tímida como siempre, rehusó, me decía que no tenía cabeza para eso.
Las demás muy entusiasmadas formaron varios grupos y al verme sola, se reían a carcajadas: - ¡La pobrecita! ¿Cree que nos puede ganar?
Mientras ellas continuaban con sus hirientes burlas, yo escribía.
A la hora de entregar los trabajos, fui la única que participó en los tres géneros, muchos de mis amiguitos del barrio, me ayudaron consiguiéndome todas las adivinanzas que se sabían. Las presenté debidamente mecanografiados y encuadernados. En la portada dibujos relacionados con el tema, hechos por mi buena amiga Rogelita.
En total:- llevé más de cien adivinanzas, una poesía dedicada a nuestro Héroe Nacional José Martí y un cuento relacionado con la discriminación racial, una directa alusión a lo que sucedía con mi condiscípula Ligia.
Se acercaba el día de la fiesta, la presentación de los trabajos debían ser leídos por sus autores. Sería en el Teatro Oriente, de la calle Enramadas y Padre Pico, unos de los mejores y más grandes de la ciudad.
A mí se me había presentado un problema, en esos días afectaba a la ciudad un brote de gripe muy fuerte, que el pueblo había bautizado como “El Trancazo. Estuve varios días muy mal, con fiebre alta y sobre todo con el pecho muy apretado, tosía mucho que parecía un tambor el ruido que emitía.
De todos modos me aferraba a la idea, que aunque fuese con fiebre no iba a dejar de participar y así declararme derrotada, para más burla de mis presuntuosas compañeras de estudios.
Mi madre mandó a confeccionar un lindo vestido de seda rosado bordado, muy de acuerdo a mi casi infantil figura, zapatos blancos, me peinó con cuidado mis rubios cabellos, que me daban por los hombros con un gran lazo rosa aprisionando la mitad, desde la parte más alta de la cabeza, pero… el pecho me silbaba como un violín , al compás de mi entrecortada respiración, tosía sin poder evitarlo y…¡De qué manera!
Mí querida prima Mariíta, que vivía con nosotros, se lamentaba:- ¡Esa niña no puede ir a esa actividad con ese catarro! ¿No se dan cuenta? Pero yo insistía. Con todo fervor elevé una oración a Dios. ¡Dios mío, que yo no tosa en el teatro, te lo pido por favor, que no haga el ridículo Señor!
Al entrar al teatro, pude comprobar que se encontraba lleno, con los familiares de las demás niñas, los profesores e invitados.
El escenario con hermosas cortinas de damasco color vino, sujetadas a cada lado, adornado con bellas flores y muchas luces, a un extremo, sentados en una mesa cubierta con un fino mantel de encaje blanco, se encontraban los que componían el jurado.
Me senté sudando frío con mis trabajos apretados contra mi pecho, que seguía porfiadamente silbando a más y mejor y yo clamando:- ¡Dios mío, que no tosa! Las flemas me querían ahogar y pugnaban por salir. ¿Cómo hacerlo a teatro lleno? ¡Qué angustia! Pero no desistí, me decía:- resistiré.
Una a una de las concursantes fueron llamadas por los altavoces y presentado sus trabajos, como dije antes, seleccionaron una del grupo en representación de las otras, se escuchaban algunos aplausos y arengas de los familiares y amigos cada vez que subía una niña.
Cuando escuché.-¡¡¡Haydée Rodríguez!!! Dicen que yo me puse roja como la grana, subí los pequeños escalones y me ajustaron el micrófono, era la más chica del grupo. Por dentro de mí iba orando sin cesar:- ¡Que no tosa, Dios mío!
Sin vacilar un instante, comencé a leer primero el poema, escuché una cerrada ovación al terminar, lo había dicho con gran emoción. Acto seguido leí el cuento muy despacio y con buena entonación. Otros aplausos.
Al terminar las demás participantes, nos quedamos paradas en el escenario, hasta que el jurado diera su veredicto. Ni me atrevía a respirar, trataba por todos los medios de no toser. Y seguía orando, mientras miraba para el numeroso público que llenaba la sala y pensaba:- ¡Ay Dios mío, me caigo muerta si toso y esta gente se ríe de mí! ¿Por dónde salgo?
No puedo precisar qué tiempo duró aquella crucial prueba en mi joven vida. Solo sé que escuché como la directora de la escuela jubilosamente anunciaba:-
-El jurado por unanimidad ha declarado como única ganadora en los géneros de poesía, adivinanzas y cuentos a…. ¡¡¡HAYDEE RODRIGUEZ!!!
Yo no sé que pasó, me sentí rodeada de todos los profesores, que me abrazaban y besaban con las más efusivas felicitaciones, los flashes de las cámaras fotográficas, me aturdían, me llenaban los brazos de regalos y ramos de flores, y para mi asombro, todas mis detractoras también subían al escenario a felicitarme entre besos y abrazos.
En su butaca, mi prima Mariíta lloraba. ¡Era tan sentimental!
¡¡¡Gracias a Dios!!! No tosí, hasta creo que con la emoción se me quitó la gripe, Pero eso sí, en el próximo curso no volví a esa escuela, preferí las públicas, donde todos éramos iguales. Lo mismo hicieron mis hermanos.
Esta historia fue para mí una gran lección y el punto de partida de lo que sería mi futura personalidad, totalmente despojada de orgullo y vanidad.
Madrid,
10 de diciembre de 2009
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