Relato
Con el advenimiento del Periodo Especial en Cuba, lo que originó más restricciones y por ende la multiplicación de la miseria ya existente, también trajo consigo, el aumento de las desigualdades.
Surgieron las tiendas shopping, a la vez se fueron eliminando los comercios que vendían en moneda nacional. Así cambiaron la mayoría de las dulcerías, ahora pasaban al área dólar. Una de ellas fue la antigua y muy popular dulcería “La Corona” que abastecía de la gustada golosina a la mitad del llamado Casco Histórico, situada en la céntrica calle Santo Tomás esquina a San Carlos, en la ciudad de Santiago de Cuba.
Esta medida causó gran disgusto en la población, muchos niños lloraban por un dulce, del que estaba acostumbrados, ahora sus padres y familiares no poseían las llamadas divisas y les era muy difícil convencerlos que no podían comprarlos y prácticamente salían arrastrados entre convulsos sollozos.
Esta arbitrariedad me afectaba sensiblemente, cada vez que presenciaba una de estas escenas, vi muchos niños con sus caritas aplastadas contra los cristales mirando los codiciados dulces con tristeza.
En el momento presente, no era un niño, sino un joven, de buena figura y modales de persona instruida. Se dirigía a los presentes, que hacíamos la cola para poder comprar, además de dulces, refrescos, cervezas, galletas dulces, helados y diversas confituras. Hacía poco que se había inaugurado este tipo de venta y se encontraba bien surtida.
Este joven de color mestizo, se dirigía a los presentes enarbolando un billete de a peso, con la fisonomía de nuestro Héroe Nacional José Martí, rogando que se lo cambiaran por una moneda de 0.05 centavos de dólar, para poder adquirir el más económico, un pastel de bufe que costaba 0.10 centavos y a él le faltaba la mitad, o sea los 0.05 centavos.
Con esa indolencia que les da a algunas personas el sentirse superior ante los demás, por el solo hecho de poseer una moneda que no todos tienen, que les confiere ciertos privilegios y ademanes de superioridad. Nadie le prestaba atención y el joven insistía, deseaba comerse un pequeño pastel.
Con el alma conmovida, llegué al mostrador primero que él, compré varios pasteles y los deposité en una bolsa y se los entregué. El me decía que no podía adquirir tantos, solo uno y me mostraba su billete. No se lo acepté.
Sentí una profunda congoja al ver a nuestro Apóstol de la Independencia como perdía su valor frente a una moneda extranjera, y más pena aún por aquel joven que se humillaba ante ella por el placer de saborear un pequeño pastelillo.
Madrid,
1 de diciembre de 2009
15 diciembre 2009
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