Los que vivimos en este país, sabemos que no es fácil comerse un bistec desde que se implantó en Cuba el llamado “periodo especial”, pues cada vez es menor la cuota de carne que venden por la libreta de racionamiento. Por ejemplo: En 1994 se vendieron doce onzas; en 1995 no se vendió nada; en 1998, doce onzas; en 1999, veinte onzas y en el 2000, nada; en el año 2001 solamente se ha vendido a los mayores de 14 años ocho onzas, en el 2002 nada, 2003 solo 8 onzas, después de esta fecha no se ha vendido ni una onza mas, y aún sin esperanza.
Por lo que se podrá apreciar, es muy difícil masticar un trozo de carne, salvo se que compre otro tipo de carne, como carnero u oveja y cerdo en los mercados agropecuarios, a precios que oscilan entre 40 y 50 pesos el kilo, lo cual no es fácil para un simple y común trabajador, mucho menos para los jubilados y pensionados, por no decir también para la gran masa de hombres y mujeres en edad laboral, que no tienen trabajo por cuenta propia y otros, en negocios turbios, el robo o la prostitución.
Es muy difícil llevar a la mesa un buen bistec, y esto que le ocurrió a mi vecina Flora, se repite en miles de hogares, a pesar de nuestra proverbial y reconocida hospitalidad y los buenos deseos de compartir con los demás, pero… ¡Qué duro es que usted haya logrado comprar una libra de carne y se esté afilando los dientes y pensando en el grato placer de comerse un bistec y le llegue a esa precisa hora una inesperada visita! Pues si usted no lo sabía, en Cuba, no es como en otros países, donde las visitas se anuncian con anticipación; no, aquí se le aparecen cualquier día de la semana y a cualquier hora; visita que debe ser bien recibida, para no causar enojos o malentendidos.
Pues he aquí lo que le ocurrió a Flora: Con mil sacrificios compró una libra de carne de primera en la bolsa negra, y también con mucho miedo, pues, como todo el mundo sabe, esto está severamente penalizado en nuestro país. No se atrevía a machacarla, por si algún vecino indiscreto la escuchaba, por lo que esperó la hora de la novela televisiva, que es la hora en que la mayoría está frente al televisor y los ruidos de ese tipo pasan inadvertidos. De todos modos la dejaría para el domingo, haría un almuerzo como en los tiempos de antes: congrí con frijoles negros –otro sacrificio, pues están a 24 pesos el kilo y en la bodega hace meses que no los venden-; compró yucas, las que le salieron buenas –una casualidad. Haría ensalada de lechugas y tomates, y hasta unos platanitos burros maduros fritos, ya que le quedaba algo de aceite, de la última vez que vendieron la media libra en la bodega, hacía seis meses. Y según manifiesta ella, se iba a dar ese gusto.
Llegó el ansiado domingo, sólo le faltaba hacer la ensalada, cuando… un toque en la puerta le avisaba que alguien, tal vez, venía a visitarla. Se asustó y pensó: “¡Será posible!” Le hizo una seña a su esposo para que desapareciera los bosteces. En efecto, había llegado una amiga de los tiempos de la infancia, quien con sonrisa inocente le dijo que pasó cerca y que no podía dejar de verla, aunque fuera unos minutos. Flora se lo agradeció y, y como gesto de buena voluntad la invitó a almorzar. Su marido la miró con un gesto terrible. Ella le guiñó un ojo, con señal de que iba resolver la situación, sin que peligraran los bosteces. Tomo dos huevos de los tres que le que quedaban, de los seis que le dieron este mes, y rápidamente hizo un revoltillo para los tres y almorzaron.
En secreto le dijo al disgustado esposo: “Nos los comemos a la noche”
Ya casi a la hora de la comida, sacó los bosteces del fondo del refrigerador, los calentó, aún estaban en la sartén, cuando de nuevo alguien llegó. Era un familiar muy querido. Le dolió en el alma, pero eran dos y si los dividía, apenas les cogería el gusto. De nuevo los tapó y guardó. Pensó: “Los dejaré para mañana”. Cambió el menú. Tenía potaje de chícharos, ya no tenía platanitos del mediodía, pero con el arroz y la ensalada, podrían comer, por lo menos en familia.
Al día siguiente…¡Increíble, pero cierto! Aproximadamente a las once y media de la mañana se apareció un matrimonio amigo a traerles a su pequeña bebita para que la conocieran. ¿Cómo no invitarlos a almorzar? Venían de tan lejos…
Los bosteces volvieron a su escondite habitual. Flora, tan atenta y diligente, mandó a su esposo a comprar berenjenas, las hizo compuesta, para acompañar el congrí y la ensalada de aguacate, que, afortunadamente, estaban en su estación y los vendedores ambulantes pasaban por las calles pregonándolos, aunque caros, pero con par, se podía ofrecer una buena ensalada. Pero esto no se acaba: parecía que los bisteces tenían la manía de saltar de un lado a otro; cada vez que los iban a poner en la mesa, ocurría un imprevisto,
Ya esa noche los sacó y puso sobre la mesa, iba a cerrar todas las persianas de las ventanas y apagar la luz de la sala y de toda la parte delantera de la casa, por si alguien se le ocurría tocar, que pensará que no había nadie, que había salido. ¡Por fin se iban a comer los bosteces! Que ya de tanto tiempo cocinado, estaban tiesos. Llamó a su esposo: ¿Tato, acaba de bañarse! Hoy nos vamos a comer esa carne de una vez y de todas formas. De pronto dio un grito que le salió de lo más profundo de su alma: “Misi, gata desgraciada! ¿Qué haces encaramada en la mesa? ¡Ay mi madre, se los comió todos, no nos dejó ni un pedacito!
06 enero 2009
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