12 abril 2010

Sueño inconcluso

Magdalena María llegó tan cansada del trabajo, que se acostó un rato boca arriba. Los pies le dolían terriblemente; pues había caminado varios kilómetros para llegar desde el área comercial del distrito “José Martí” hasta su casa, en calle 11, en el reparto “Mariana de la Torre”. Pensaba: “¿Qué haré para comprarme un par de zapatos? Ya estos no dan más, pero…¿con qué? Cuestan más de lo que gano en tres meses. Tendría que dejar de comer, pagar la electricidad y el agua, y no gastar ni un centavo durante tres meses.¿Cómo es posible que el gobierno no se dé cuenta de que con salarios tan bajos no se puede vivir? Yo no robo, no soy prostituta, no hago negocios, sólo vivo de mi trabajo”. Y recordaba las historias de su abuela Encarnita, quién decía que en los años cincuenta trabajaba en una empresa como mecanógrafa, donde le pagaban treinta pesos mensuales, de los cuales daba diez a su mamá para los gastos de la casa y con el resto le alcanzaba para ir de compras, cubrir los gastos de transporte y merienda.

Cuando cobraba, iba de compras a las tiendas de ropa y a las peleterías, donde por cinco pesos podía comprar un buen par de zapatos, mejores que los de hoy, pues no se despegaban ni pelaban, ya que eran de piel o charol y tenían muy buen revestimiento por dentro. La ropa era baratísima. Y que con retazo de sesenta centavos, cualquiera se hacía un vestido. Que un creyón de labios marca Tangee, sólo costaba quince centavos y que era lo mismo con las cremas y colonias, los aretes, pulsos, collares, etc. Y que cuando los artículos eran de valor, los podía comprar a plazos, que así había llegado a comprar reloj, cadenas, anillos, pulsos y aretes de oro de dieciocho kilates. Y le contaba que no salía a la calle sin zapatos de tacones y medias y con una cartera a tono, y que permanecían maquillada y perfumada todo el día. Y Magdalena María se preguntaba: “¿Será verdad que ese mundo existió?”

El largo trayecto desde su casa hasta el centro de trabajo, lo hacía todos los días a pie, pues con un salario de ciento once pesos que ganaba como recepcionista, no podía permitirse el lujo de coger un coche, desde la Alameda hasta el Distrito “José Martí”, ya que ello implicaría un gasto de dos pesos diariamente, uno para la ida y otro para el regreso, los cuales al final del mes harían un total de cuarenta y ocho pesos, teniendo en cuenta de que son veinticuatro días laborables, lo que significa prácticamente gastar la mitad de su salario en transporte. Ese día, además del cansancio, tenía hambre, pues hubo una asamblea del sindicato y salió más tarde de lo acostumbrado y no podrá darse el gusto de gastar más de tres pesos en una merienda, gusto que no podía permitirse, ya que un bocadillo costaba dos pesos y un refresco uno, y ni pensar en una pizza. Fue así como se quedó profundamente dormida, debido al cansancio y a la debilidad.

Durante el sueño vio en una peletería, de la calle Enramadas, probándose un par de sandalias de la vidriera y que contaban doce dólares, lo que equivalía a trescientos veinticuatro pasos, o lo que era lo mismo: a tres veces su salario mensual. Salió de ahí y entró en otra tienda, donde se compró un bloomer, que bastante falta le hacía este le costó un dólar con veinte centavos –el más barato que encontró- lo que era el equivalente de treinta y dos pesos, con cuarenta centavos. Luego compró un ajustador de un dólar, con cincuenta centavos, el equivalente a cuarenta pesos, con cincuenta centavos, en total había gastado catorce dólares con setenta centavos, es decir el equivalente de trescientos noventa y seis pesos con noventa centavos.
Salió tan contenta que pensó: “esto hay que celebrarlo con una buena comida” bajó por Enramadas hasta la calle Padre Pico, dobló por esta y siguió hasta la calle Aguilera y llegó a la Plaza. Allí fue directo a la casilla de la carne. Había varias piernas, costillas y lomo de cerdo. Se decidió por un pedazo de lomo que pesaba tres libras, que le costó sesenta pesos. En otro puesto compró una libra de frijoles negros a diez pesos, ingenuamente preguntó: “Se ablandan”. Luego fue para el puesto donde vendían hortalizas y compró un paquete de lechuga, que le costó cuatro pesos, y una libra de tomates medianos que le costó seis pesos. Finalmente llegó al puesto de las viandas, donde compró un ñame de agua, diez pesos y una libra de plátanos burros maduros un peso.

Al salir se acordó de que no tenía arroz, pues el arroz que le correspondía por la cuota del mes se había terminado; compró una libra, tres pesos, con cincuenta centavos y un pan especial cinco pesos. En total había gastado en la Plaza noventa y nueve pesos, con cincuenta centavos, que sumados a los trescientos noventa y seis pesos, con noventa centavos, que había gastado en Enramadas, ascendían a cuatrocientos noventa y seis pesos, con cuarenta centavos.

Alegremente, Magdalena María se dirigió a su humilde hogar. Ya no le dolían los pies y en seguida puso un caldero en el fogón para adobar la carne, después de haberla aliñado con ajo, pimienta y limón. Fue entonces, justo cuando la carne comenzaba a exhalar un penetrante olor que despertaba su apetito y le recordaba que comería ese día como hace tantos, tantos años atrás, que de pronto se escuchó una voz áspera y chillona: “Magdalena María, llegó el picadillo de soya a la carnicería: ¡¿Te cojo un turno en la cola: que la despertó abruptamente, esfumándose así el olor de la carne que se adobaba. Se sentó bruscamente en la cama y observó que aún tenía intactos los cientos once pesos que había cobrado ese día y exclamó “¡menos mal que no los gasto!”


Haydee Beatriz Rodríguez Rodríguez

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