Agustín era un hombre que no se
conformaba con lo que Dios le había dado en su vida, mientras araba en el
campo, renegaba de su suerte y no se cansaba de ambicionar que la tierra le
diera más riquezas, no le satisfacía lo que producía el fértil suelo, pues sus
cosechas iban en aumento.
Un día se miró sus velludos
brazos y deseo:- Si por cada uno de estos vellos yo tuviera un dólar ¡Que feliz
me sentiría! Todavía este pensamiento no se le había borrado de su memoria,
cuando la punta del arado chocó con algo que se rompía y de su interior brotaban
brillantes monedas de oro. Su alegría fue inmensa. Soltó el arado y dejó a los
bueyes abandonados. Corrió hasta su casa
y le gritó a su esposa: - ¡Ursula! ¡Ursulita! mira, somos ricos! Llevaba en sus
manos varias relucientes monedas.
¿Qué es eso? Preguntó su mujer
sin querer dar crédito a lo que sus ojos estaban mirando.
Aún jadeante por la carrera, se
secó el sudor con ambas manos y le contó el milagroso hallazgo. Ella no salía
de su asombro y musitaba: - ¡Una botijuela! ¿Quién la enterraría al pie de ese tronco? Que seguro que hace
muchos años era un frondoso árbol.
Un rato después fueron al lugar,
cada uno con un saco grande. Entre los dos recogieron todo lo que había en el
recipiente de barro, repleto de monedas. Apenas podían trasladarlo, pesaba
mucho. Ursula le dijo: -Deja algo y ven a buscarlo después, el le respondió: -
¡No! Puede venir alguien y cogérselo.
Agustín en su
desmedida ambición no hizo partícipe a nadie de la fortuna que se había
encontrado. La guardó en un lugar secreto, que ni su esposa lo sabía. Cada día
al amanecer iba y las contaba. Como se sabía rico, abandonó los sembrados,
apenas atendía a los animales y esperaba con impaciencia encontrar quien les
comprara las monedas al mejor precio. Indagaba cautelosamente el valor que
representaba cada una.
Ursula, mujer cristiana, le
aconsejaba que al venderlas se acordara de dar el diezmo a la iglesia a la que
pertenecían. Este rezongaba mal humorado:- ¡Qué diezmo de qué! Eso es mío, yo
me lo encontré y a nadie debo darle nada.
Un día después de contar y
valorar cuanto podía obtener en la moneda nacional, se acordó de que el deseo
de que sus vellos se convirtieran en monedas era una realidad y tal vez lo
había superado, por lo que pensó y deseó
desde lo más profundo de su corazón: -Si
hubiese sido más velludo, ahora sería más rico.
Al día siguiente notó que le
salían nuevos vellos en sus brazos, pero no negros como los que tenía, sino
blancos como la nieve. No le agradó y se
los arrancó uno por uno.
Llovía mucho en esos días y no
pudo ir a donde tenía escondido su tesoro. Le seguían saliendo cada día más
vellos blancos, se los arrancaba con rabia, mientras se preguntaba: -¿Por qué
esto?
Al escampar volvió al lugar donde
estaban sus monedas. Asombrado que habían disminuido. ¿Qué ha pasado? Si este
lugar solamente lo sé yo, lo esconderé
en otro sitio más seguro. Así lo hizo. Mientras los vellos blancos se
multiplicaban, ya eran más que los negros, aunque no dejaba de arrancárselos.
Al día siguiente volvió a contar
las monedas, eran menos. Se dio cuenta que por cada vello blanco que se
arrancaba perdía una moneda, por lo que tomó una resolución:- No me quitaré ni un vello blanco más. Voy a la ciudad
y veré lo más rápido posible a un joyero y venderé las que aún me quedan.
Visitó varias joyerías y trató de
encontrar quien se las pagara a mejor
precio. Mientras… los vellos de ambos
brazos se volvieron todos blancos, ya ni
uno negro le quedaba.
Una mañana al salir el sol fue
dispuesto a recoger las monedas que le
quedaran. Antes miró sus brazos y musitó: - Debo tener tantas monedas como
vellos en mis brazos, ya no me los arranco. Al buscar en su escondite, pudo
comprobar con dolor que no quedaba ni una sola de aquellas monedas que tanto
había acariciado y adorado. Era tan pobre como el día que las encontró, mucho
más, sus sembrados estaban arruinados, ya no le quedaban ni los animales, su
esposa al ver su desmedida ambición, lo había abandonado. Se tiró de rodillas y
pidió entre convulsos sollozos perdón a Dios.
Moraleja: Ni quien lo enterró, ni
quien lo encontró lo pudo disfrutar, a ambos la ambición los cegó y Dios los
castigó.
Santiago de Cuba,
21 de mayo de 2006
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