29 junio 2014

LA AMBICION (Cuento)

Agustín era un hombre que no se conformaba con lo que Dios le había dado en su vida, mientras araba en el campo, renegaba de su suerte y no se cansaba de ambicionar que la tierra le diera más riquezas, no le satisfacía lo que producía el fértil suelo, pues sus cosechas iban en aumento.

Un día se miró sus velludos brazos y deseo:- Si por cada uno de estos vellos yo tuviera un dólar ¡Que feliz me sentiría! Todavía este pensamiento no se le había borrado de su memoria, cuando la punta del arado chocó con algo que se rompía y de su interior brotaban brillantes monedas de oro. Su alegría fue inmensa. Soltó el arado y dejó a los bueyes abandonados. Corrió  hasta su casa y le gritó a su esposa: - ¡Ursula! ¡Ursulita! mira, somos ricos! Llevaba en sus manos varias relucientes monedas.

¿Qué es eso? Preguntó su mujer sin querer dar crédito a lo que sus ojos estaban mirando.

Aún jadeante por la carrera, se secó el sudor con ambas manos y le contó el milagroso hallazgo. Ella no salía de su asombro y musitaba: - ¡Una botijuela! ¿Quién la enterraría  al pie de ese tronco? Que seguro que hace muchos años era un frondoso árbol.

Un rato después fueron al lugar, cada uno con un saco grande. Entre los dos recogieron todo lo que había en el recipiente de barro, repleto de monedas. Apenas podían trasladarlo, pesaba mucho. Ursula le dijo: -Deja algo y ven a buscarlo después, el le respondió: - ¡No! Puede venir alguien y cogérselo.

 Agustín en su  desmedida ambición no hizo partícipe a nadie de la fortuna que se había encontrado. La guardó en un lugar secreto, que ni su esposa lo sabía. Cada día al amanecer iba y las contaba. Como se sabía rico, abandonó los sembrados, apenas atendía a los animales y esperaba con impaciencia encontrar quien les comprara las monedas al mejor precio. Indagaba cautelosamente el valor que representaba cada  una.

Ursula, mujer cristiana, le aconsejaba que al venderlas se acordara de dar el diezmo a la iglesia a la que pertenecían. Este rezongaba mal humorado:- ¡Qué diezmo de qué! Eso es mío, yo me lo encontré y a nadie debo darle nada.

Un día después de contar y valorar cuanto podía obtener en la moneda nacional, se acordó de que el deseo de que sus vellos se convirtieran en monedas era una realidad y tal vez lo había superado, por lo que  pensó y deseó desde lo más profundo de su corazón: -Si  hubiese sido más velludo, ahora sería más rico.

Al día siguiente notó que le salían nuevos vellos en sus brazos, pero no negros como los que tenía, sino blancos como la nieve. No le  agradó y se los arrancó uno por uno.

Llovía mucho en esos días y no pudo ir a donde tenía escondido su tesoro. Le seguían saliendo cada día más vellos blancos, se los arrancaba con rabia, mientras se preguntaba: -¿Por qué esto?


Al escampar volvió al lugar donde estaban sus monedas. Asombrado que habían disminuido. ¿Qué ha pasado? Si este lugar  solamente lo sé yo, lo esconderé en otro sitio más seguro. Así lo hizo. Mientras los vellos blancos se multiplicaban, ya eran más que los negros, aunque no dejaba de arrancárselos.

Al día siguiente volvió a contar las monedas, eran menos. Se dio cuenta que por cada vello blanco que se arrancaba perdía una moneda, por lo que tomó una resolución:- No  me quitaré ni un vello blanco más. Voy a la ciudad y veré lo más rápido posible a un joyero y venderé las que aún me quedan.

Visitó varias joyerías y trató de encontrar quien se las pagara  a mejor precio. Mientras… los vellos  de ambos brazos se volvieron todos blancos, ya ni  uno negro le quedaba.

Una mañana al salir el sol fue dispuesto a recoger  las monedas que le quedaran. Antes miró sus brazos y musitó: - Debo tener tantas monedas como vellos en mis brazos, ya no me los arranco. Al buscar en su escondite, pudo comprobar con dolor que no quedaba ni una sola de aquellas monedas que tanto había acariciado y adorado. Era tan pobre como el día que las encontró, mucho más, sus sembrados estaban arruinados, ya no le quedaban ni los animales, su esposa al ver su desmedida ambición, lo había abandonado. Se tiró de rodillas y pidió entre convulsos sollozos perdón a Dios.

Moraleja: Ni quien lo enterró, ni quien lo encontró lo pudo disfrutar, a ambos la ambición los cegó y Dios los castigó.



Santiago de Cuba,

21 de mayo de 2006 

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