01 octubre 2021

LA HISTORIA DE MI COCINA DE BALON

Desde que nací y bien entrada mi juventud ví en mi casa como mi madre cocinaba los alimentos en un fogón con varias hornillas de carbón vegetal. Era muy seguro y económico, un saco grande costaba  1.00 peso. Ya en la década de los años 50 se fue modernizando existían las cocinas de balones de oxígeno, algunas de kerosene de 4 hornillas y otras más modestas de quemadores Radium, a las cuales se les echaba aire con una bomba manual, alcohol en una pequeña cavidad de los quemadores con el fin de calentarlos, se abría la llave y brotaba una llama azul. En mi casa compramos una de esas cocinas de dos hornillas. Los quemadores tenían una vida limitada o se tupían o dejaban de funcionar correctamente, por lo que se iba a cualquier ferretería y a un precio módico se   compraba uno nuevo y se sustituía el de mal estado. Esta operación era fácil, por lo que la usamos por varios años, pero… ¡Llegó la revolución y todo cambio! Ya era difícil adquirir uno nuevo, las piezas de repuesto escaseaban con el avance del proceso. También comenzó a deteriorarse la cocina. Se inflamaba, echaba humo y hasta resultaba peligrosa, ya que podía explotar y ocasionar un incendio y hasta la muerte por quemaduras del que estuviese cerca de ella, como ocurría con frecuencia.

Ante tantas calamidades el gobierno adquirió unas cocinas chinas de kerosene de dos hornillas, estas tenían unas juntas de algodón trenzadas que se ponían alrededor de los quemadores, no necesitaban alcohol, ni aire. Eran más seguras. Hubo que hacer muchas gestiones para lograr su venta, papales del Comité de Defensa de la Revolución de la cuadra exponiendo la necesidad y otros trámites burocráticos. 

Pasado unos años, ya no había juntas en las ferreterías, por lo que ingeniosamente se inventaba sustituirlas por unas tiras del mismo tamaño de un cartón grueso, estas duraban poco y había que cambiarlas con frecuencia, porque se quemaban. Ya no eran tan cómodas como al principio, con el uso se deterioraban, también se inflamaban por tener varios salideros y echaban un pestilente humo por el kerosene mal quemado. ¡Qué lucha señores para poder cocinar!

Esta situación también me provocaba alergia, el fuerte olor me asfixiaba, provocando ataques de asma, por lo que una vez más me dirigí al alergista que me atendía en la consulta del Hospital Provincial Saturnino Lora, me indicaba nuevas pruebas, entre otras muchas ronchas que revelaban lo que me producía el mal, estaban los olores inhalantes, por lo hasta sin solicitarlo me expedía un certificado con su puño y letra y autorizado por la dirección de dicho hospital.

Ya corría el año 1975 y mi pobre madre luchando con su deteriorada cocina procuraba tenerla encendida en el horario que yo trabajaba, para librarme del fuerte olor del kerosene quemado.

Había tanta escasez de los productos industriales, que era sumamente difícil acceder a una nueva inscripción para adquirir una cocina de balón y el derecho a comprar los cilindros de gas licuado, las algunas tiendas había cocinas, pero solo se vendían por reposición a los que ya tenían el contrato con el I.C:P, (Instituto Cubano del Petróleo de muchos años atrás. Un buen día me entero que en una de las oficinas del I.C.P.  del Distrito José Martí a varios kilómetros de mi residencia estaban recibiendo certificados de alergias y se estaban realizando nuevas inscripciones para otorgar el derecho a   la compra de una cocina y sus correspondientes balones.  ¡Qué buena noticia!  Se lo comuniqué a mi madre y en la madrugada siguiente me dispuse a llegar al lugar caminando.  A esa hora todavía no circulaban las guaguas, mi madre con temor me recomendaba tener cuidado, debía salir desde la calle San Carlos, hasta Corona, bajar toda Enramadas, tomar por la Alameda Michaelsen hasta la entrada de Crombet, hasta cerca del Cementerio de Santa Ifigenia, adentrarme en parte del Reparto San Pedrito hasta llegar al bloque de edificios prefabricados Gran Panel Soviéticos del Distrito José Martí y buscar donde se encontraba la oficina del I.C.P. Sin mentirles, aquello parecía una gran concentración, había calculo unas 3,000 personas en busca de la inscripción.  Estuve un buen rato buscando el último, en la algarabía y el descontrol, no lo encontré, no obstante, esperaba expectante a ver qué pasaba. Como a las 11.00 de la mañana se presentó un funcionario de dicha empresa que, al ver el tumulto, decidió que no se iba a recibir a nadie para la entrevista de ese día. Hubo protestas que nadie escucho y ya desalentados todos nos fuimos.

Al llegar a mi casa y contarle a mi madre, esta resignada a seguir pasando trabajos y sinsabores me instaba a no volver más.

No desistí y al día siguiente se repitió mi periplo hacía el Distrito José Martí. No se si muchos se arrepintieron al ver el nefasto resultado del día anterior, había poco público y logré entrar a la oficina donde estaba el director de la empresa recibiendo usuarios certificado en mano. Al sentarme frente a él y mostrarle mi certificado médico expedido por la consulta de alergia, este me dijo despectivamente: _ Este certificado no sirve. Le pregunté: _ ¿Por qué?  Me respondió: _No tiene cuño. Lo tomé en mis manos y pude observar que sí lo tenía, un poco apagado, pero se podía leer perfectamente su procedencia y así se lo hice saber.  Ya convencido que tal vez le hacían falta espejuelos, me volvió a expresar en el mismo tono desdeñoso: - Que se lo reciba no quiere decir que le voy a hacer la inscripción, hay miles como usted. Le manifesté: _Quien espera lo poco, espera lo mucho.

Yo todavía no se que pudo pasar dentro de esa oficina, lo cierto que la secretaria, la que no se dio a conocer en la presencia del jefe, era Raquel Tutusaus, hermana de mi amiga Marilyn, la que yo había acompañado a Varadero cuando se iba para Estados Unidos por el Puente Varadero-Miami. Nada me dijo, pero días después fui citada y se me otorgó el derecho a comprar la cocina y recibir de la empresa la venta de dos balones de 100 libras.

Esto me dio una gran alegría, mi madre tendría una flamante y limpia cocina, sin humo, ni malos olores.

Con el documento de la inscripción debería presentarme en la Empresa Municipal de Productos Alimenticios de la calle Lorraine 55 y ver al compañero Juan Llopis. Al día siguiente me presenté, tenía varios usuarios delante, por lo que solicité mi turno en la cola. En eso llegó una joven muy prepotente, refiriendo que el tiquet de compra decía una cocina de mesa, o sea de dos hornillas, pero que ella era parienta de no se quien, que era jefe en el MINCIN (Ministerio de Comercio Interior) y que había que darle una de 4 hornillas y horno. 

Al tocarme el turno para la entrevista, me atendió el jefe del departamento Juan Llopis, le plantee que deseaba una de horno, ya que le médico me recomendaba comer asados. Rotundamente me dijo que no se podía, que tenía que coger la de dos hornillas según lo señalaba la inscripción. - Bien, salí de la oficina, pero con este carácter que Dios me ha dado, me volví a sentar en el pasillo y esperé que la joven entrara y saliera para ver el resultado de su gestión. En efecto, salió muy eufórica, - ¡No se los dije, me dio la de horno! Sin pensarlo dos veces entré de nuevo y me presenté delante del compañero Llopis, el que me preguntó intrigado: _ ¿Yo no la atendí ya? –Si señor, pero si le solicité una cocina de horno y usted me la negó y se la dio a esa que acaba de salir por ser amiga o familia de no se quién, usted me la cambia a mi si no desea que yo le haga saber a Serafín Fernández Rodríguez, ministro de Comercio Interior y primo hermano mío los manejos turbios que usted tiene aquí, además yo soy la Planificadora de la Dirección Provincial de Comercio de Oriente, le mostré el carné que me acreditaba en tal puesto de trabajo. Palideció intensamente y casi me arrebata la solicitud firmada por él. Al instante me la cambio por la de horno con sus cuatro hornillas. Salí muy satisfecha, pero sin alardes. En realidad, yo era prima hermana del ministro, ahijada de sus padres Manuel Fernández Alvarez y mi tía Serafina Rodríguez Marañón, hermana mayor de mi madre.  Por divergencias políticas nunca tuve relaciones con él, pero en ese preciso momento su nombre y cargo me sirvieron de mucho.

Una vez más mi persistencia y tesón daban buenos frutos.

La alegría de mi madre fue indescriptible, al día siguiente con 125.00 pesos nos presentamos en la tienda por departamentos el Almacén No. 2 de la calle Enramadas y compramos la flamante cocina, posteriormente nos inscribimos en la Oficina del I.C. P. y nos llevaron a la puerta de la casa dos balones de 100 libras. Cada vez que se terminaba uno, se llamaba por teléfono y nos traían otro. Esta felicidad duró hasta que vino el Período Especial y todo comenzó a escasear, entre ellos, el gas licuado, pero le di el gusto y la comodidad a mi querida madre mientras vivió.

Madrid, 28 de enero de 2016


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