19 febrero 2016

LA HISTORIA DE MI COCINA DE BALON

Desde  que nací y bien entrada mi juventud ví en mi casa como mi  madre cocinaba los alimentos en un fogón con varias  hornillas  de carbón vegetal. Era muy seguro y económico, un saco grande costaba   1.00 peso.

Ya en la década de los años 50 se fue modernizando existían las cocinas de  balones de oxígeno, algunas de kerosene de  de 4 hornillas y otras  más modestas de quemadores Radium, a las cuales se les  echaba  aire con una bomba manual, alcohol en una pequeña cavidad de los quemadores con el fin de calentarlos, se abría la llave y brotaba una llama  azul. En mi casa compramos una de esas cocinas de dos hornillas. Los quemadores tenían una vida limitada o se  tupían o dejaban de funcionar correctamente, por lo que se iba a cualquier ferretería y a  un precio módico se   compraba  uno nuevo y se sustituía el  de mal estado. Esta operación era fácil, por lo que la usamos por  varios años, pero… ¡Llegó la revolución y todo cambio! Ya era difícil adquirir uno nuevo, las piezas de  repuesto escaseaban con le avance del proceso. También comenzó  a deteriorarse la cocina. Se inflamaba, echaba  humo y hasta resultaba peligrosa, ya que podía explotar y ocasionar un incendio y hasta la muerte por quemaduras del que estuviese cerca de ella, como ocurría con frecuencia.

Ante tantas  calamidades el gobierno adquirió unas cocinas chinas  de kerosene de dos hornillas, estas tenían  unas juntas de  algodón trenzadas que se ponían alrededor de los quemadores,  no necesitaban alcohol, ni aire. Eran más seguras. Hubo que hacer muchas gestiones  para lograr su venta, papales del  Comité de Defensa de la Revolución de la cuadra exponiendo  la necesidad y otros trámites burocráticos.

Pasado unos años, ya  no había juntas en las ferreterías, por lo que ingeniosamente  se inventaba sustituirlas por unas tiras del  mismo tamaño de  un cartón grueso, estas duraban poco y había que cambiarlas con frecuencia, porque se quemaban. Ya no eran tan cómodas  como al principio, con el uso se deterioraban, también se inflamaban por tener varios salideros y echaban un pestilente humo por el kerosene  mal quemado. ¡Qué lucha señores para poder cocinar!

Esta situación también me provocaba  alergia,  el fuerte olor me  asfixiaba, provocando  ataques de asma, por lo que  una  vez más me dirigí al alergista que me atendía en la consulta del Hospital Provincial Saturnino Lora, me indicaba nuevas pruebas, entre otras muchas ronchas que revelaban lo que me producía el mal, estaban los olores inhalantes, por lo hasta sin solicitarlo  me  expedía un certificado con su puño y letra y autorizado por la dirección de dicho hospital.

Ya  corría el año 1975 y mi pobre madre luchando con su deteriorada cocina procuraba  tenerla encendida en el horario que  yo  trabajaba, para librarme del fuerte olor del kerosene quemado.

Había tanta escazes de  los  productos industriales, que era sumamente difícil acceder a una nueva inscripción para  adquirir una cocina de balón y el derecho a comprar los cilindros de gas licuado, el algunas tiendas había cocinas, pero solo se vendían por reposición a los que  ya tenían el contrato con el I.C:P, (Instituto Cubano del Petróleo  de muchos años atrás. Un buen día me entero que en una de las oficinas del I.C.P.  del Distrito José Martí  a varios kilómetros de mi  residencia estaban recibiendo  certificados de alergias y  se estaban  realizando nuevas inscripciones para otorgar el derecho a   la compra de una cocina y sus correspondientes balones.  ¡Qué buena noticia!  Se lo comuniqué a mi madre y  en la madrugada siguiente me dispuse a  llegar al lugar caminando.  A esa hora  todavía no circulaban las guaguas, mi madre con temor me recomendaba tener cuidado, debía salir desde la calle San Carlos, hasta  Corona, bajar toda Enramadas, tomar por la Alameda Michaelsen hasta  la entrada de Crombet,  hasta cerca del Cementerio de Santa Ifigenia, adentrarme en parte del Reparto San Pedrito hasta llegar a los bloque de  edificios prefabricados  Gran Panel Soviéticos del Distrito José Martí y buscar donde se encontraba la oficina del I.C.P. Sin mentirles, aquello parecía una gran concentración, había calculo  unas 3,000 personas en  busca de la inscripción.  Estuve un buen rato buscando el último, en la algarabía y el descontrol, no lo encontré, no obstante esperaba expectante a ver qué pasaba. Como a las 11.00 de la mañana  se presentó un funcionario de dicha empresa que al ver el tumulto, decidió que no se iba a recibir a nadie para la entrevista de ese día. Hubo protestas que nadie escucho y ya desalentados  todos nos fuimos.

Al llegar a mi casa y contarle a mi madre, esta resignada a seguir  pasando trabajos y sinsabores me instaba a no volver  más.

No desistí y al día siguiente  se repitió mi periplo hacía el Distrito José Martí. No se si muchos se arrepintieron al ver  el nefasto resultado del día anterior, había poco público  y logré entrar a la  oficina donde estaba el  director de la empresa recibiendo usuarios certificado en mano. Al sentarme frente a él  y mostrarle mi certificado médico expedido por  la consulta de alergia, este me dijo despectivamente:_ Este certificado no sirve. Le pregunté:_ ¿Por qué?  Me respondió:_No tiene cuño. Lo tomé en mis manos y pude observar que sí  lo tenía, un  poco apagado, pero se podía leer  perfectamente su procedencia y así se lo  hice saber.  Ya convencido que tal vez le hacían falta espejuelos, me  volvió a expresar en el mismo tono desdeñoso: - Que se  lo reciba no quiere decir que  le voy a  hacer la inscripción, hay miles como usted. Le  manifesté:_Quien espera lo poco, espera  lo mucho.

Yo todavía no se que pudo pasar dentro de esa oficina,  lo cierto que  la secretaria, la que no se dio a conocer en la presencia del jefe, era  Raquel Tutusaus, hermana de mi amiga Marilyn, la que  yo había acompañado a Varadero cuando se iba para Estados Unidos por el Puente Varadero-Miami. Nada me dijo, pero días después  fui citada  y se me otorgó el derecho a  comprar la cocina y recibir de la empresa la venta de dos  balones de 100 libras.

Esto me dio una gran alegría, mi madre tendría  una flamante y limpia cocina, sin humo, ni malos olores.

Con el  documento de la inscripción debería presentarme en la Empresa  Municipal de Productos Alimenticios de la calle Lorraine 55 y ver al compañero Juan Llopis. Al día siguiente  me presenté, tenía varios usuarios  delante,  por lo que solicité mi turno en la cola. En eso llegó una joven muy prepotente, refiriendo que el tiquet de compra decía una cocina de mesa, o sea de dos hornillas, pero  que ella era  parienta de no se quien, que era jefe  en el MINCIN (Ministerio de Comercio Interior)  y que  había que darle una de 4 hornillas y horno.

Al tocarme el turno para la entrevista, me atendió el jefe del departamento Juan Llopis, le plantee que deseaba una de horno, ya que le  médico me recomendaba comer  asados. Rotundamente me dijo que no se podía, que tenía que coger la  de dos hornillas según lo señalaba  la inscripción. - Bien, salí de la oficina, pero con este carácter que Dios me ha dado, me volví a sentar en el pasillo y esperé que  la joven entrara y saliera para ver el resultado de su gestión. En efecto, salió muy eufórica, - ¡No se los dije, me dio la de horno! Sin pensarlo dos veces  entré de  nuevo y me presenté delante del compañero Llopis, el que me preguntó intrigado:_ ¿Yo no la atendí ya? –Si señor, pero si le solicité  una cocina de horno y usted me la negó y se la dio a esa que acaba de salir por ser amiga o familia de no se quién, usted me la  cambia a mi  si no desea que yo le haga saber a Serafín Fernández Rodríguez, Ministro de Comercio Interior y primo hermano mío los manejos  turbios que usted tiene aquí, además yo soy la Planificadora de la Dirección Provincial de Comercio de Oriente,  le mostré  el carné que me acreditaba  en tal  puesto de trabajo. Palideció intensamente y casi me  arrebata la  solicitud firmada por él. Al instante me la cambio por la de horno con sus cuatro  hornillas. Salí muy satisfecha, pero sin alardes. En realidad yo era prima hermana del Ministro, ahijada de sus padres Manuel Fernández Alvarez y mi tía Serafina Rodríguez Marañón, hermana mayor de  mi madre.  Por divergencias políticas nunca  tuve relaciones con él, pero en ese preciso momento su nombre y cargo me sirvieron de mucho.

Una vez más mi persistencia y tesón  daban buenos frutos.

La alegría de mi madre fue indescriptible, al día siguiente con 125.00 pesos nos presentamos en la tienda por departamentos el Almacén No. 2 de la calle Enramadas y compramos la flamante cocina, posteriormente  nos inscribimos en la Oficina del I.C..P. y nos llevaron  a la puerta de la casa dos balones de 100 libras. Cada vez que se terminaba uno, se llamaba por teléfono y  nos traían otro. Esta felicidad duró hasta que vino el Período Especial y todo comenzó a escasear, entre ellos, el gas licuado, pero le di el gusto y la comodidad a mi querida madre mientras vivió.

Madrid, 28 de enero de 2016







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