Ese don misterioso que Dios nos concede
mucho antes de nacer.
Desde la fecundación
del embrión, ya
el Creador nos ha dado derecho a la vida,
nos ha proveído un
nombre, un sexo, una
personalidad muy
definida ¡No somos iguales
a los millones de seres humanos que pueblan
la tierra!
Nuestra personalidad es inconfundible, aún en
los hermanos gemelos.
Tenemos el derecho de conducir nuestra vida,
según el libre albedrío
que el Creador nos otorga,
siempre deseando el
respeto a nuestras propias
decisiones, sueños y proyectos.
Cada ser humano piensa distinto, actúa diferente.
Nuestro carácter puede ser fuerte, débil, según
las circunstancias en que se desarrolle nuestra
existencia.
Los hay dotados de
una inteligencia superior,
capaces que su idea puedan destruir, arruinar el
mundo en pos de su ambición desmedida de
alcanzar un fin propuesto.
Podemos ser
filántropos, compasivos, honestos, amantes
de las mejores obras en bien de la humanidad.
También los hay perversos, ambiciosos, crueles, que
por tal de alcanzar una meta son capaces de las peores
atrocidades, cambiar el giro de la historia si alcanzan
poder y fama.
Numerosas leyendas a través de los siglos recogen hechos de aquellos que quisieron
dominar toda la tierra
habitada.
También las luchas en busca del bien, la concordia y el
amor entre sus
semejantes.
La vida es fugaz,
transitamos por ella de modo
impredecible, sabemos cuando nacemos, pero jamás
cuando habremos de partir
hacia lo desconocido,
donde se terminan
todos nuestros afanes, sueños,
todo se acaba en una
tumba, nada de los que hemos
atesorado nos podremos llevar.
Con el último suspiro se
acaban todas nuestras
hazañas, trabajos,
luchas.
Solo quedará el recuerdo de lo que fuimos, nuestras
obras, buenas o malas, según hayamos actuado el
el tiempo que se nos asignó por el Creador vivir.
Nacer, vivir y morir, ley inexorable de la que nadie
puede escapar.
19 de abril de 2016
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